¿Por qué no hablamos de los adultos con trastornos alimentarios?

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Por LISA FOGARTY


La última vez que probé mi pastel de cumpleaños fue la primavera en que cumplí 13 años; unos meses antes había descubierto el juego de la eliminación.


El juego funcionaba así: primero, dejar de comer dulces. Segundo, usar la servilleta de papel para absorber y quitar salsas, aceites y aderezos cuando nadie me veía. Tercero, contar los gramos de grasa, rechazar cualquier alimento con más de tres gramos y llevar una cuenta de las calorías en la parte trasera del cuaderno de matemáticas (si alguien lo encuentra ahí, asumirá que se trata de ejercicios de la escuela).


El juego de la eliminación también involucraba sumar. Añade el inodoro y la alcantarilla al final de la calle a la lista de lugares donde puedes tirar la comida. Agrega envolturas de dulces y envases vacíos de yogur que no sean dietéticos en tu mesa de noche como evidencia de que no estás enferma. Al final, agrega los kilos que perdiste esa semana como una victoria. Muy fácil. Repite.


A los 38 años, soy una persona en recuperación que padeció anorexia. A través de los años, he descubierto mis fortalezas –hacer que mis dos hijos se sientan amados, animar a mis fuentes a que me cuenten las historias que escribo como reportera para una revista—, pero nunca he sido tan buena para algo como lo fui para el juego de la eliminación.


Cuando de niña vivía en un arbolado suburbio de Queens, Nueva York, me obsesioné con las películas para televisión de las décadas de los ochenta y los noventa sobre la anorexia. Todos mis primeros modelos a seguir con trastornos de alimentación –una frase terrible de proferir, pero cuando estás atrapada por este padecimiento mental, eso son— estaban asustadas y tristes, y me podía identificar con ellas. También eran todas muy jóvenes.


Era admiradora de Karen Carpenter, Tracy Gold y, mi favorita, Jennifer Jason Leigh, quien en la película de 1981 The Best Little Girl in the World, lucía atractivamente desvalida en pantalones de mezclilla a la cintura.


Con una excepción, estas películas envolvían la anorexia en cajas organizadas donde la terapia, las sondas, el aumento de peso, poder soltarse del yugo de una madre controladora y descubrir el gozo de la comida conducían a un final feliz. Yo era una niña que ya no comía postre cuando veía al personaje de Leigh comiendo feliz un cono de helado junto a su terapeuta, pero hasta yo sabía en ese entonces que el helado no era ni el problema ni la solución.


El único otro final para las personas con anorexia era el que sufrió la cantante Karen Carpenter, el que nunca me iba a pasar: morir a los 32 años. “Tan vieja”, recuerdo que pensaba. “¿Cómo pudo dejar que eso sucediera cuando todas las demás se curaron?”.


La persona con anorexia que envejece no funciona para hacer una película convincente. Los adultos con el trastorno no están presentes en la cultura pop ni en las noticias, así que asumí que las opciones eran superar los trastornos alimentarios o morir.


Sin embargo, en 2003, un tercio de pacientes admitidos en un centro especializado en el tratamiento de trastornos de la alimentación era gente de más de 30 años, según la Asociación Nacional de Trastornos Alimentarios. En una encuesta en línea publicada en International Journal of Eating Disorders, el 13 por ciento de las mujeres de más de 50 años tenían síntomas de algún trastorno de la conducta alimentaria. Además, muchas de las personas mayores que tienen desórdenes alimentarios, algunas de ellas en lucha contra la enfermedad desde su juventud, se sienten avergonzadas por tener un “problema de adolescentes” y se resisten a buscar ayuda.


Después de décadas de terapia —de días y años muy buenos, recaídas y comienzos desde cero— me doy cuenta de que hay un final que estas películas nunca capturaron. Algunos de nosotros jamás estaremos curados del todo.

Eso no significa que regresaremos a tocar el fondo con la anorexia.


Para mí, eso fue cuando tenía 20 años y estaba tan enferma que las palpitaciones cardiacas me mantenían despierta durante la noche. Fue cuando caminé por la calle Bayswater tan débil por el hambre que los sonidos del tráfico y las voces se mezclaban en un solo zumbido. Fue cuando dos fotógrafos me detuvieron el mismo día para preguntarme si quería modelar mientras mi pecho hacía ruido por una leve neumonía.


Vivir con una mentalidad influida por un trastorno alimentario significa que decido ignorar la voz en mi cabeza que me dice que es peligroso tener un restaurante favorito (Tanoreen en Brooklyn) o chuparme los labios mientras disfruto un pollo deshebrado con zumaque. Es forzarme a utilizar adjetivos positivos para describirle mis macarrones con queso a mi hija de 5 años después de que anuncia que “es lo mejor del mundo”. Es nunca poder haber sido capaz de mantener una conversación con otras mujeres –y, ¡ay, cuántas son!— sobre perder peso o intentar una dieta de moda. Y sentirme observada cuando no me uno al ritual de criticar mis muslos.


Suponen que es porque creo que soy mejor que todas; sé que es porque mi débil mente no puede darse el lujo de aventurarse en ese deporte.


Siento ansiedad cada vez que me doy cuenta de que mi cuerpo cambiará a medida que envejezco, con o sin mi consentimiento, así pese 40 kilogramos o 130. No confío en el cuerpo y temo las maneras en que te puede traicionar. A temprana edad decidí que la única manera de detener a la muerte o al dolor, o a ambos, era usar un látigo para domar leones y golpear constantemente al cuerpo, a cada cambio.


Para mí, el cambio es un enemigo similar al aumento de peso y el cuerpo en sí mismo. La pubertad es uno de los periodos de riesgo más discutidos en el desarrollo de trastornos de la alimentación. La frustración que tengo con la atención en la pubertad y los trastornos de alimentación es que no consideran el hecho de que cada etapa de la vida de una persona con un trastorno alimentario representa cambios enormes.


Mis disparadores incluyen la pubertad, dejar mi casa por primera vez y quedar embarazada. Conforme envejezca, también podrían incluir ver a mis hijos irse de casa y enfrentar mi mortalidad.


Me duele el corazón cuando pienso en la adolescente con anorexia sentada en su habitación en los suburbios: un cambio ya ha pasado y cientos más están por venir. Quizá crea que comer postre un día significa que está salvada. Que podrá decirle adiós a la terapia e ir a disfrutar de un banquete de comida deliciosa por el resto de su vida. Espero que ese sea su destino, pero para una persona con anorexia, esa no siempre es la solución.


Me niego a declararme sanada completamente porque aún tengo trabajo por hacer. Algunos días es fácil; otros días es un esfuerzo que me hace romper en llanto en el regazo de mi esposo. Pero es un trabajo que debo hacer cada mañana, cada tarde, en cada comida.


Así es como sigo sanando.

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